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domingo, 17 de febrero de 2013

Una primera aproximación a Shanghai

Una primera aproximación a Shanghai

Tal vez ninguna otra ciudad china haya capturado tanto la imaginación de Occidente como Shanghai, ni haya sido objeto de tantos relatos e imágenes de viajeros. Esta fascinación sólo puede explicarse por el papel que a la ciudad le tocó y le toca jugar en la historia moderna de China: más que ninguna otra ciudad, Shanghai encarnó, ya desde las primeras décadas del siglo XIX, el punto de encuentro entre China y Occidente, entre un capitalismo en expansión y un imperio en decadencia que había imaginado poder mantenerse eternamente apartado y a la vez en el centro de su propio universo. El encuentro fue por muchos motivos traumáticos, pero sobre todo porque significó para China la sumisión de parte de su soberanía a las potencias coloniales, hasta bien entrado el siglo XX.

Son muchas las referencias que la ciudad suscita, pero una de las primeras que me viene a la mente, en forma azarosa, es un famoso poema de Héctor Pedro Blomberg de la década del 10, sobre dos misteriosas irlandesas arribadas al puerto de Dock Sud a bordo de un barco chino. El Shanghai del poema de Blomberg es apenas un nombre lejano pero sugiere ya la gravitación de un imaginario denso, sórdido y prostibulario. Imposible, asimismo, no pensar en el Shanghai de J. G. Ballard, tanto el de su novela El imperio del sol, como el de su autobiografía. Hijo de un químico inglés que manejaba la sucursal china de una empresa textil de Manchester, Ballard había nacido en 1930 dentro de la Concesión Internacional, un área de Shanghai bajo control absoluto de las potencias occidentales, que era el resultado de la derrota de China en la Guerra del Opio, a mediados del siglo XIX. La ciudad en la que nació Ballard, unida por subterráneos hilos de afinidad y flujos comerciales con el Buenos Aires portuario de Blomberg, era ya el híbrido del encuentro entre la modernidad occidental y China: una ciudad moderna y cosmopolita de casi cuatro millones de habitantes, ínsula industrial en medio de un país masivamente campesino, donde el lujo de la vida en la zona de la Concesión y los imponentes edificios de estilo europeo coexistían con una población china sumida en la pobreza.

Entre los argentinos, Juan José Sebreli dejó un excelente registro de la ciudad. Su viaje estaba en la estela de los de otros intelectuales y escritores argentinos (peregrinos o turistas políticos) que en la década del 50 y la del 60 eran invitados a China en calidad de testigos de la revolución. Los imponentes edificios de arquitectura art decó, sede de bancos y empresas extranjeras, habían sido expropiados y reconvertidos en vivienda popular, resaltaba Sebreli entonces, acumulando indicios que reforzaban su creencia en el camino tomado por la China maoísta.

 Recordando el texto de Sebreli paseo por las calles próximas al Bund (o Waitan en chino), el área junto a la ribera del Huangpu que funcionó como centro simbólico, político y financiero de la antigua Concesión. Muchos de estos monumentales edificios están todavía vacíos o semi vacíos, pero todos han pasado más que bien la prueba del tiempo. Algunos, ya refaccionados, funcionan de nuevo como sede de bancos, hoteles y restaurantes de lujo. Otros aparecen en obra, y al pasar se puede ver por la ventana un techo recientemente restaurado que brilla con un dorado flamante, o una araña recién instalada. Parecen gigantes que se despertaran después de una larga siesta, listos para encarnar nuevamente y como si nada, a más de medio siglo de distancia, su rol estelar.

Pero aunque la zona esta en vías de recuperar su esplendor antiguo, el centro del poder se ha desplazado hace tiempo ya a la otra orilla del río Huangpu, desde donde posan con gesto desafiante los rascacielos emblemáticos que se han convertido en símbolo del renacimiento de la ciudad. Es espectacular la visión de ese skyline, erigido en menos de treinta años sobre tierras pantanosas; funciona como una referencia constante desde cualquier punto en que uno se encuentre, pero a pesar del constante tutelaje que ejerce sobre la ciudad no deja de ser, en cierta manera, algo ajena a ella, como una imagen en una postal. De hecho, salvo la obligada visita a la torre de la televisión u otro de esos edificios desde donde se puede disfrutar una vista panorámica de toda la ciudad, Pudong (esto es, la zona de la ciudad situada al este del Huangpu) no tiene demasiado que ofrecer y resulta poco hospitalario. Se puede pasear un rato entre los jardines de pasto perfectamente recortado que rodean edificios públicos y torres, al cuidado de un supernumerario ejército de jardineros, muchos de ellos de origen visiblemente rural. Pero más temprano que tarde Pudong tiende a expulsarnos, de vuelta hacia la orilla oeste de la ciudad.

 Una de las ventajas de llegar a Shanghai en avión es que permite hacerse una idea la extensión de la ciudad, y percibir también cómo la velocidad con la que ha crecido en las últimas tres décadas ha llevado a un solapamiento entre lo urbano y lo rural: campos de arroz y canales de irrigación aparecen aisladamente en los suburbios. Esa vista nos recuerda que la tierra sobre la que está asentada Shanghai es el resultado de siglos de trabajo humano, que por medio de canales y diques fue drenando y haciendo cultivables áreas originalmente pantanosas, de acumulación aluvional. Una comprobación similar ofrece el viaje entre el aeropuerto y el centro en el Maglev, el tren de alta velocidad que en poco más de cinco minutos recorre los 30 kilómetros de distancia entre ambos puntos: el paisaje afuera pasa como una película en fast forward, y entre novísimos complejos habitacionales, autopistas y centros comerciales se observan lotes cultivados de distintas dimensiones. A veces son minúsculos, casi unipersonales, señalando la persistencia de lo rural menos en la geografía misma que en las costumbres y la mentalidad de su población, compuesta en gran parte por los mingong, la masa flotante y no del todo contabilizada de campesinos que desemboca en la ciudad en busca de trabajo.

En uno de una sucesión de puestos adosados a las paredes de un túnel de subte compré a poco de llegar un mapa de Shangai. Desplegado tiene alrededor de un metro por un metro de tamaño, pero por la magnitud de la escala su utilidad es relativa: sólo aparecen subrayadas en amarillo, identificadas con su nombre, las autopistas y las avenidas más grandes que forman una malla apretada sobre la ciudad, destinada a garantizar una circulación rápida. Luego, ya sin nombre, apenas marcadas en un gris aguado bajo las líneas amarillas, se ven las calles y avenidas menos importantes. Debajo de todo esto, hay una red de callejones que el mapa ni siquiera registra, y que constituyen el hábitat tradicional de Shanghai. Son los lilong o longtang (callejones) de Shanghai, el equivalente de los hutong de Beijing. Wang Anyi, una escritora local que en 1985 ganó el premio Mao Dun por su novela Canción de la pena interminable, los describió así: “Los callejones de Shanghai son un paisaje magnífico. Son el trasfondo de la ciudad. Las calles y los edificios que resaltan sobre ellos son como puntos y líneas (…). Cuando la noche baja y se encienden las luces, estas líneas y puntos se iluminan; los callejones de Shanghai son la maciza oscuridad detrás de esas luces. Esa oscuridad es casi como un océano revuelto; parece casi que fuera a arrasar los puntos y luces. La oscuridad es el volumen, mientras que los puntos y las líneas flotan apenas sobre la superficie; existen para marcar los contornos de este volumen, como los signos de puntuación en un texto, que separan oraciones y párrafos. Esa oscuridad es como un abismo: si tiráramos una montaña desaparecería ahí sin hacer ruido”.

 Como los hutong de Beijing, también los longtang están cediendo su lugar a nuevas formas habitacionales, muchas veces insípidas y carentes de historia e interés. En Zhabei, un distrito del centro-noroeste de la ciudad donde terminé mudándome por intermediación de un amigo, todavía quedan varias zonas de longtang. Una serie de torres de departamentos, de factura más bien reciente, se levanta en medio de un barrio de casas humildes, de la década del cincuenta. El Wusong, un afluente del Huangpu, de un lado, y una autopista del otro marcan los límites del barrio. Aparte de las dos calles principales del barrio, por las que circula desde bien temprano un tránsito interminable de motos y bicicletas, el resto es una urdimbre intrincada de angostos callejones, cada uno identificado por un número. Dentro de esta urdimbre se despliega una cotidianeidad marcada por la indistinción entre el adentro y el afuera. La calle funciona como una continuidad de la casa, con gente que se pasea en pijama, y ropa interior, sábanas y pieles de pescado colgando de los árboles o de cuerdas. Algo de esta indistinción entre lo público y lo privado persiste incluso entre quienes se han mudado a los departamentos. Así, en el piso 4 en el que vivo (registrado como “3A” en el tablero del ascensor, para evitar la homofonía funesta entre el número cuatro y la palabra muerte) veo al día siguiente de mudarme a un vecino que da la vuelta a todo el piso por el pasillo interno, a manera de ejercicio matinal. Tal vez tenga razón, en ese sentido, Xiaoliu, una shanghainesa de 56 años que atiende un pequeño puesto de comida en uno de los callejones del barrio. “A pesar de todo, lo esencial permanece igual. Comemos lo mismo que antes, tenemos las mismas fiestas. Sólo que ahora en vez de tierra compramos departamentos.”

 En Shanghai, mucho más que en Beijing, uno tiene la sensación de estar en una ciudad en pleno proceso de redefinición. Los cambios son tan veloces que muchas veces hasta los mismos habitantes son incapaces de orientarse adecuadamente en su propia ciudad. Incluso los taxistas, a quienes nadie podría acusar de un conocimiento superficial de la geografía urbana, pueden perderse, como le pasó a uno al que le indiqué que me llevara a la calle Datong: resultó que la calle estaba fracturada en dos tramos, separados entre sí por una gruesa muralla urbana.

 “Sólo en apariencia es uniforme la ciudad”, decía Benjamin refiriéndose a París o a las ciudades en generales, pero en Shanghai la uniformidad no es ni siquiera aparente: la norma es más bien el contraste y la sorpresa continua. Esto al menos hoy; aunque es probable que mañana, cuando la última nube de polvo del último plan urbanístico termine de asentarse, la ciudad que emerja sea bastante más uniforme y genérica que la de hoy.

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