No es difícil entender por qué los
trenes, más que cualquier otro medio de transporte, tienen tantos defensores apasionados.
Desde la posibilidad de pasearse por su
interior, tomar un café o dormir acunado por el traqueteo de los vagones,
viajar en tren comporta una serie de placeres suplementarios que otros medios
de transporte no suministran. El paisaje se disfruta diferente desde un tren,
la sociabilidad es otra, el tiempo transcurre de una manera particular. Ninguna
otra forma de transporte provee estas posibilidades, salvo el barco. Pero los
viajes en barco parecen ya algo de otra época, algo que se aleja cada vez más
de nuestra experiencia cotidiana. Los trenes no. Los trenes, además, envejecen
bien. Mientras los micros o los aviones son reemplazados, los trenes permanecen,
atraviesan generaciones y generan un lazo de identidad con los pasajeros.
Hay pocos países donde el tren sea
tan importante y donde uno pueda llegar a tantos lados en tren como China. La densa red ferroviaria que cubre todo el este,
centro y parte del oeste permite recorrer al menos la mitad del país saltando
de un tren a otro, desde un tren más rápido a un tren más lento, desde los
modernos trenes de alta velocidad hasta los viejos trenes comunes. En mi
estadía anterior en China, entre 2008 y 2009, tomé muchos trenes: un tren de
alta velocidad que me llevó desde Pekín a Haerbin, una ciudad en el límite
norte, en unas 4 horas; dos o tres trenes de trayecto corto o mediano, lentos y
repletos de gente, y varios nocturnos que prometían la ganga de pernoctar
arriba del tren. Me gusta dormir en el
tren, y las veces que saqué pasaje en un camarote (de seis o de cuatro cuchetas),
fue siempre una experiencia muy agradable. Pero algunos de esos nocturnos, como
el de 14 horas entre Pekín y Shanghai, lo sufrí. Esa vez había comprado el
asiento más barato, lo que los chinos llaman el “asiento duro”, menos incómodo
por la dureza en sí que por el ángulo de 90 grados del respaldo, que hacía que
fuera imposible dormir. No importaba qué posición adoptara, porque el asiento
parecía diseñado para que, con los ojos cerrados, uno permaneciera
perversamente consciente de su incomodidad. Yo era el único extranjero a la
vista, lo que me convirtió en el centro de atención durante al menos las
primeras tres horas de viaje, especialmente cuando a mi alrededor descubrieron
que podía hablar chino. Varios me entregaron sus tarjetas (todavía conservo
una: la de un vendedor de alfombras), y comenzaron, con su curiosidad habitual,
a hacerme preguntas. Al rato de arrancar el vagón se llenó con los olores de la
comida. Los pasajeros iban hasta otro vagón a buscar el agua caliente para
echarle a sus sopas de fideos instantáneos. Otros sacaban patas de pollo o
embutidos. En algún momento me levanté para fumar o ir al baño y cuando volví
alguien había ocupado mi asiento. El usurpador, un hombre de mediana edad que
viajaba parado, me miró con picardía y dijo algo que no entendí. Mis compañeros
de asiento, riéndose, trataban de persuadirlo de que me devolviera el asiento,
pero yo dejé que se quedara un rato sentado, porque estar parado era un alivio.
Pasó lentamente la noche y en un
momento, cuando abrí los ojos, ya era de día y el tren estaba pasando sobre un
ancho río. El Yangtzi, me dijo uno de mis compañeros de asiento. “Una vez que
crucemos el río estamos oficialmente en el sur de China.”
Con el tiempo y la práctica de tomar
trenes en China, uno se va familiarizando con el código que aparece en los
boletos y los identifica: la letra “G” (por “Gaotie”, abreviatura de “Tren de
alta Velocidad”) remite a los trenes más
rápidos, de hasta 350 km/h .
Luego vienen los trenes identificados por la letra “D” (por “dongche”), que
llegan hasta 250 km/hora. El “T”, o rápido especial, que pueden llegar hasta
los 160 km/h ,
y el “K”, que llega hasta 120
km/h y al que corresponde la mayor parte de los trenes
chinos. La década del 2000 se
caracterizó por el énfasis en la construcción de los trenes de alta velocidad,
los trenes “G” y los “D”. A pesar de haber empezado más tarde que otros países,
China tiene hoy la red de trenes de alta velocidad más extensa del mundo. Esta
red es exhibida como una fuente de orgullo, aunque el grave accidente de 2011, un choque entre dos trenes “D” en los
suburbios de Wenzhou, que tuvo un saldo de 40 muertos, hizo que comenzara a
cuestionarse su seguridad.
Una de las novedades que ha traído
el nuevo gobierno tiene que ver justamente con los trenes. La etapa del
presidente entrante, Xi Jinping, ha comenzado entre otras cosas con la reforma
del Ministerio de Ferrocarriles. Este poderoso Ministerio que acompañó la
historia de la República Popular China desde sus comienzos, y que hoy emplea a
casi 2 millones de personas, acaba de llegar a su fin. La idea, ahora, es pasar
de un sistema monopólico a uno en el que diferentes empresas compitan entre sí,
aunque el Estado se reserva la administración y el planeamiento estratégico de
la red. La gran preocupación en estos días, para todos aquellos para quienes el
tren es una herramienta insustituible de transporte, es si las reformas en el
sistema ferroviario implicarán un aumento de los pasajes. Varios analistas
señalan que en el mediano plazo los precios de los pasajes tenderán a converger
o superar lo precios de los pasajes aéreos, aunque el gobierno ha salido a
aclarar que mantendrá la prerrogativa de establecer el precio máximo.
Ahora acabo de volver a tomar un
tren: el primero desde que volví a China (si descuento al Maglev, el tren de
altísima velocidad que une en cinco minutos el aeropuerto de Pudong, en
Shanghai, con el centro de la ciudad). En poco más de 6 horas, este tren de
alta velocidad, cuyo nombre (“Armonía”) remite al eslogan característico de la
década de Hu Jintao, atraviesa los 1300 km . de distancia que separan Shanghai y Qingdao,
una ciudad costera de la provincia de Shandong, en el norte de China. Al revés
que en aquel viaje de 14 horas entre Pekín y Shanghai, ahora viajo de norte a
sur, atravesando las provincias de Zhejiang, Anhui y Shandong. También la
atmósfera es mucho menos animada: no hay acá el barullo y la sociabilidad del
otro tren, aunque, al igual que esa vez, y aunque son apenas las 10 de la
mañana, a poco de andar se siente el olor de los fideos instantáneos. Termos de
té y el ruido de paquetes que se abren. Algunos reciben llamadas de teléfono:
se escucha el “¡Wei, wei! (¡Hola, hola!), repetido impacientemente cuando la
señal se esfuma. Mi compañero de asiento prende la computadora y se sumerge en
una película apenas comienza el viaje.
El paisaje del otro lado de la
ventanilla va transformándose a medida que pasamos del sur hacia el norte. Al comienzo
es un paisaje llano, con canales y riachos entre campos (la forma en que se
combinan agua y tierra hacen pensar en los ideogramas: trazos de tierra y
trazos de agua). Veo viejas barquichuelas en los estanques, redes de
pescadores, caminos de tierra y autopistas, entre aldea y aldea los dormitorios flamantes y monótonos de las ciudades
industriales; algunas banderas flameando, campesinos (mujeres y viejos casi
siempre) que caminan con una pala al hombro, árboles frutales, una fábrica de
concreto. Luego el terreno se vuelve
ondulado, el tren baja a nivel del suelo y vuelve a subir. Aparecen pequeñas
colinas, una fábrica y las ruinas de una fábrica. Se acaban los frutales y los
canales, cambia también la fisonomía de las casas y las poblaciones: los techos
rojos en lugar de negros, las aldeas cada vez más pobres y menos pintorescas,
algunas casas de paredes de barro y paja. Aparecen campos en terraza, tumbas
por todas partes, montículos de paja y tierra
en medio del campo. Veo a unos campesinos quemando dinero ceremonial en medio
de un campo. Ya estamos en Shandong, y
cuando el tren se detiene en Qufu, una madre le dice a su hijo: “Esta es la
ciudad de Confucio.” Se escucha el “¡¡ayoooo!!” de alguien que se da un golpe.
Ahora el terreno se vuelve más montañoso y el tren atraviesa un túnel tras
otro, pasa directo por el medio de la montaña. El paisaje es más seco y
terroso, las montañas no demasiado altas pero de perfiles puntiagudos. Pasamos
por los suburbios de Jinan, la capital de Shandong: un fondeadero de cargueros
viejos, vagones con troncos de un aserradero, en las puertas de las casas el
ideograma de la felicidad (福). Hay riachos podridos, edificios nuevos que ya son viejos, fábrica de
químicos y plásticos, y luego, durante todo un trecho, una sucesión de aldeas
con aspecto de abandonadas: ventanas rotas, nadie en las calles, paredes
derruidas. Finalmente, tras un par de paradas más, llegamos a Qingdao.
La primera sensación al llegar a
Qingdao es de sorpresa y placer al ver el cielo despejado y bien azul, algo que
en Shanghai, ya sea por la contaminación o por el clima, no es habitual que
suceda. La ciudad se presta rápidamente para otro tipo de paralelismos, ya que
Qingdao está ligada, al igual que Shanghai, a la historia del imperialismo
europeo. Acá no fueron los ingleses ni los franceses quienes dejaron su huella,
sino los alemanes. No por nada la ciudad le da el nombre a la cerveza más
famosa de China, que suele transliterarse como Tsingtao, siguiendo uno de los
métodos de transliteración antiguos, reminiscente de la época colonial. Hay
también acá, como en Shanghai, una fuerte huella arquitectónica, con un centro
viejo alrededor de una pequeña montaña, un par de iglesias y edificios ilustres.
Pero si en Shanghai predomina, en la edificación vieja, una sobria y elegante
combinación de ladrillo gris con ribetes rojos,
Qingdao transmite, por contraste, la sensación de una explosión de
color, entre las paredes amarillas y el rojo chillón de los techos.
Paradójicamente, pese a este colorido, la impresión que da la ciudad en un
primer paseo es de pesadez y desánimo, como si la herencia colonial fuera acá
menos una señal de identidad que una carga engorrosa. No me voy a quedar lo suficiente
para confirmar o descartar esta impresión. Qingdao es, al menos esta vez, una
ciudad de paso. Mañana voy a estar arriba del Orient Express, en camino hacia
Japón.
me encantó, miguel. no había podido leerlo todavía. va un beso de otra adoradora de los trenes.
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