Este texto pertenece a Zhang Zao (张枣), un poeta de la generación que comenzó a escribir y publicar a partir de fines de los 70 y comienzos de los 80. Zhang Zao nació en Hunan en 1962 y vivió durante muchos años en Alemania. En el 2005 volvió a China, donde permaneció hasta su muerte por cáncer en 2010. El texto salió publicado en 2008 en el "Semanario del Sur" (Nanfang Zhoumo).
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La vida en Alemania era bastante aburrida. Especialmente cuando llegaba el invierno y la nieve silenciosa cubría la calle, dentro del cuarto se reflejaba una luz blanca y como vacía, y uno pensaba nostálgicamente en aquellos versos de Po Juyi donde habla de las ganas de tomar algo con un amigo en un día de nieve. Por supuesto, había algunos buenos colegas extranjeros, pero la mayoría eran especialistas, intelectuales, amantes de la profundidad, de manera que cuando el alcohol empezaba a hacer efecto se ponían a analizar hechos y discutir razones, como trepando nivel tras nivel hacia la cima de una invisible torre de marfil. Al llegar a un punto, comenzaban las discusiones, pero siempre muy racionales, con una tenacidad y a la vez una cortesía no disminuida en nada por el disenso. En Europa hay una buena cultura del debate, las palabras no giran en el vacío, no se convierten en armar ocultas para dañar al otro ni consumen la amistad, pero ese tipo de conversación tampoco sirve para levantar el ánimo de los amigos reunidos. Por eso, al despedirnos, luego del esparcimiento y relax tan diferente a una noche de tragos, el cuerpo sentía una excitación inútil e indicios que anunciaban una noche de insomnio. Uno sentía como si viniera de hacer horas extras en un trabajo, y había una sensación de vacío que resultaba difícil de eliminar.
Sí, en esa época hasta el insomnio era aburrido, porque no existía el paisaje emocionante que uno hubiera deseado. Para combatir el insomnio, la única opción que quedaba era tomar un trago más. Las personas que han tomado ese trago saben bien de qué se trata: luego de haber tomado en compañía de otras personas durante una noche, uno siente que todavía no está satisfecho, que todavía no ha tomado suficiente. Así que, aprovechando el silencio de la noche, empieza a tomar solo. En este momento, la sensación suele de ser de frustración; sentado ahí, sin nada que hacer, el único deseo que uno tiene es que las ganas de dormir lleguen lo antes posible, para terminar de una vez con ese día. Un vaso pasa y otro vaso, y a veces de manera inexplicable no llega la borrachera. Cuanto más tomamos más sobrios estamos, hasta que los primeros rayos de la mañana pálidamente traen de vuelta, una tras otra, todas las ventanas del mundo polvoriento. Me acercaba a la ventana para ver y veía ya movimiento en la calle: la vida cotidiana de Alemania, nítida y exacta, despertaba: un niño pasaba caminando con su mochila a cuestas, y luego un hombre de mediana edad con aspecto de empleado, la cara todavía con huellas del sueño recién interrumpido por el despertador. Uno sabía que ellos iban al final de la calle a tomar un colectivo, y los horarios de los colectivos estaban perfectamente cronometrados: era algo en lo que se podía confiar, y que podía suponer un castigo para quien caminara demasiado lento. Por eso, sin necesidad de consultar el reloj, al ver las caras conocidas de las mismas personas que pasaban por la calle ya sabía qué hora era. Sus piernas incluso parecían moverse como las agujas de un reloj. Todo tenía un orden, con un vistazo se podía alcanzar a ver el futuro, no había nada fuera de lo previsible, ninguna sorpresa esperando. Era algo realmente sin ningún interés.
En estos momentos pensaba: Si en el extranjero hubiera alguien como Huang He. Pero fuera de China no puede haber nadie como Huang He, porque la esencia de Huang He es netamente china. Si dijera que Huang He administraba un salón, me temo que no sería exacto, porque esta palabra (“salón”) tiene un sabor demasiado exótico, nos hace pensar en champagne y en un mundo hiper formal, en el sentido de elite de un pequeño círculo y la honorabilidad enclaustrada. Estas cosas no tienen nada que ver con Huang He. No podían entrar en la expresión de alegría tranquila de su cara. Lo que reunía a la gente era una virtud innata suya: esa alegría tranquila que hacía que el mundo exterior se convirtiera en el número 606 de Wangjing Xin Cheng, y ese espacio a su vez se metamorfoseara en una pequeña zona de libertad y fiesta en el atardecer de la enorme y monótona capital. Los que venían eran muchos y de varios tipos: verdaderos héroes, mujeres bellas y falsas, personajes superiores, personajes distinguidos del arte y la literatura, caras con aspecto criminal y vagabundos que no entendían la diferencia entre cielo y tierra. De todo había, pero todos querían estar cerca de Huang He. Era algo realmente sorprendente. Y él era siempre risueño, siempre tolerante, nunca pude ver que se mostrara enojado con nadie, ni lo escuché nunca juzgar a la gente. La suya no era una astucia tenaz, una experiencia disimulada, como en el poeta Ruan Ji, sino verdadera placidez, una capacidad para lidiar naturalmente con una época de caos imprevisible. “No importa cuán sucio sea un dinero, si es ganado con placidez siempre puede dar la sensación de que es un dinero plácido. El gobierno tal vez debería pensar en publicar algún estudio declarándolo un ejemplo modelo de “una sociedad armónica”.” Yo con frecuencia le decía en broma eso. El se reía alegre, golpeándose la panza, y decía: “Por qué no...”
Hace tres cuando años volví a China Zhao Ye me llevó por primera vez a lo de Huang He. Me hice fanático desde el principio y empecé a ir cada dos por tres. En seguida fue como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Con el paso de los días empecé a sentir que no había ningún otro lugar tan divertido. Iba a su casa, en primer lugar, por la comida, y en segundo lugar para conversar con él. A veces pensaba que las dos eran una misma cosa. Me gustaba ir cuando había poca gente, ya que en esas ocasiones él mismo solía cocinar uno o dos platos y se podía hablar. Siempre me citaba alrededor de las cinco de la tarde. Íbamos juntos al mercado a comprar las cosas, él me preguntaba qué tenía ganas de comer. Y cuando se pasea por el mercado antes de la cena, uno quiere comer cualquier cosa, así que la mejor comida en realidad es el hambre (esta era una frase famosa de él). Yo en ese momento realmente quería comer cualquier cosa, pero no sé por qué cada vez que me preguntaba yo decía siempre que tenía ganas de comer hígado de cerdo. Su forma de cocinarlo era siempre distinta: por ejemplo con unos hongos frescos, adobado con unos ajíes puntiagudos ligeramente picantes, pero agregando también azúcar, aceite de maní japonés y vino amarillo, para evitar la el sabor convencional del jengibre y el ajo, y también para evitar que la salsa se arrebatara: lo que resultaba era una clásico natural. Sus platos tenían el sabor de alguien que mria al mundo con una sonrisa; realmente era la obra de una persona superior.
Una noche me emborraché y no tuve fuerzas para volver a mi casa, así que me quedé en el cuarto de huéspedes de Huang He. No sé cuánto tiempo después, me desperté sobresaltado por un silencio que calaba los huesos. Este silencio era un poco irreal y también un poco desconocido, del tipo que nos hace preguntarnos en dónde estamos. Sabía que era difícil volver a entrar en el sueño, sí o sí tenía que tomar un trago. Bajé de la cama, medio perplejo, rodée el estudio, atravesé el corredor: sólo se veía una pequeña luz encendida en el living, todos los invitados se habían ido, alrededor era un caos de vasos y platos y en el aire había un hedor a alcohol, sillas vacías, en desorden, apoyadas alrededor de la larga larga mesa; todo sugería como una boca cerrada en la que se ve la congoja de algo perdido. Entré en el living y seguí hacia el pequeño cuarto de juego, que estaba a un lado. Pensaba sacar cerveza de la heladera, pero de repente sentí algo extraño detrás mío, en el vacío silencioso. Me di vuelta y vi que en el sofá ubicado en el rincón derecho del living había una persona sentada. No estaba sentada en forma relajada, estaba sentada sin hacer nada y con aspecto aburrido. No es fácil describir esta forma de estar sentado: la persona no está visiblemente turbada, pero tampoco está relajada; parece estar pensando algo, pero como un pensamiento envuelto en la niebla; tiene algo de abstraída, carente de todo deseo, pero no está la búsqueda de plenitud en medio del vacío que tienen las personas cuando están sentados haciendo meditación. Como sea, estaba sentado de esa forma, como inconsciente de sí mismo, sentado con una seriedad perfecta, una expresión pura, como de quien busca, queriendo o sin querer, sacar del vacío una forma de expresión. No existe en el mundo una forma más interesante de estar sentado. Esto yo lo entendía. Incluso en el momento más animado de la fiesta, por momentos veía a Huang He, en la cabecera donde estaba sentado, deslizarse dentro de esta forma de estar sentado. Los que estaban a su lado no lo percibían.
Al verme que entraba con cerveza en la mano, me pregunto: “¿No podés dormirte?”
“No. ¿Querés tomar un trago?”
“Dale, un trago.”
Nos pusimos a tomar y a hablar un poco. Luego nos quedamos en silencio, mutuamente comprensivos. Pasó otro rato, y de repente tuve la sensación de estar experimentando un deja vu, un recuerdo ilusorio, esa sensación de haber experimentado ya algo antes: estás haciendo algo o atravesando un lugar y de repente sentís que en el pasado ya hiciste esto mismo o atravesaste un escenario similar, que estás repitiendo, pero no recordás con exactitud exactamente de dónde proviene la sensación. En ese momento yo estaba teniendo ese tipo de alucinación: sentía que el silencio de esa noche, el trago compartido, ya lo habíamos pasado en algún momento, y que en este momento nos limitábamos a calcarnos a nosotros mismos, a calcar una noche nuestra de un pasado desaparecido. Esa otra pareja de bebedores levantaba y baja así nuestros vasos. Éramos aún jóvenes, osados y vitales, con el viento de la primavera ochentista en la cara.
En un instante, la alucinación tomó la realidad y entendí que no era un espejismo. Descubrí que la cosa no era como había pensado: no era que nos acabábamos de conocer y nos habíamos convertido así nomás en amigos de toda la vida. Este “como amigos de toda la vida” no era una frase vacía, sino que tenía una razón. En el pasado realmente nos habíamos conocido, habíamos interactuado durante un breve tiempo, alrededor de 1985; luego, nos habíamos olvidado mutuamente en los “lagos y ríos” de la vida. Me acordé de un viejo amigo de Chongqing que se llamaba Wu Shiping. Dentro del círculo cultural de Chongqing era el que más capacidad tenía para juntar gente; él agarró y agrupó a todos, armó un “Asociación de Literatura y Arte de la Juventud de Chongqing”, toda la gente de la literatura y del arte de Chongqing que después llegó a tener éxito o hacer un nombre, participó de ese grupo. Baihua me llevó a mí, que no era de Chongqing, a participar.
Le pregunté a Huang He si había participado del grupo. “Cómo que no, yo también pasé unos buen ratos ahí.” Como para corroborar le repregunté si había estado el día en que el grupo se había inaugurado. “Cómo que no. Me acuerdo que había un tipo, de frente al escenario, que hizo un saludo militar.”
Me quedé atónito: sí, yo también me acordaba nítidamente de esa escena. La Asociación se había inaugurado un día de octubre de 1985; llovía y la ceremonia tenía lugar en una oficina de gobierno cerca del tempo Shangqing. Había venido un montón de gente de aspectos diferentes, y todos muy festivos charlábamos sobre la estrategia y la autonomía del arte y la literatura. En ese momento, entró Wu Shiping, acompañado de un soldado, aire de joven maestro, uniforme pulcro, la cara permeada por la sequedad del recién graduado, el aire de superioridad de un personaje positivo, un poco como Hong Changqing. En todo caso era exactamente lo opuesto de los sinvergüenzas y vagabundos ahí reunidos. Wu Shiping lo presentó: dijo que se llamaba Ban Jiazhuang, que era un flamante graduado del Instituto de Investigación en Lenguas Extranjeras del Ejército de Liberación y que deseaba entrar en nuestra Asociación. En ese momento, agregó, estaba investigando y promoviendo la obra de Hemingway. La gente se puso aplaudir, el joven que era yo se puso aplaudir, y me pareció que el joven que era Huang He también se puso a aplaudir. En ese momento él tenía pelo largo, a lo hippy, cejas gruesas, ojos grandes, un aspecto heroico, intimidante. Ban Jiazhuang pronunció algunas frases sin mucha coherencia, bien altisonantes, no me acuerdo exactamente qué dijo. Sólo me acuerdo que cuando terminó se irguió recto y nos hizo un saludo militar bien audible, mientras su mirada daba vueltas. En los veinte años que habían pasado, incluso en los días solitarios en el exterior, de vez en cuando me acordaba de esta escena. No sé por qué, pero siempre me pareció que había algo hermoso en esa escena.
Tampoco sé bien por qué motivo, me olvidé de Huang He y del resto pero no me olvidé de ese saludo militar. Huang He, casi igual que yo, se había olvidado que alguna vez nos habíamos visto, que habíamos tomado juntos y habíamos pasado el tiempo con amigos en común. Pero en este instante, ese puntito de luz del mundo flotante titilando desde la oscuridad nos trajo una sensación de eternidad. Dijo: “Vení, tomemos un vaso de vino de las Altas Montaña”- Entendí el sentido de sus palabra y le respondí: “Tomemos un vaso de vino de los Ríos.” (1) Después de ese vaso se fue a dormir.
Pero yo todavía no tenía ganas de dormirme, así que seguí tomando solo. De repente me acordé que hacía varios años que no escribía poesía: simplemente no me salía, cada vez que lo intentaba sentía una angustia que me trababa, algo que me hacía imposible alegrarme. Y para escribir poesía es necesaria la alegría, una alegría semejante a esa forma de estar sentado de la que hablaba antes. Me parece que Robert Frost decía algo parecido: lo que empieza con alegría termina con inteligencia. O también puede decirse: lo que empieza con un estar sentado termina con la eternidad. Pensando en estas cosas sentí que esa noche oscura, ese mundo, todo se volvía de repente youyuan (eterno), y sentí que yo también quería escribir un poema youyuan (eterno), contar, a la manera de Lu Xun, una “buena historia”: hermosa, serena e interesante. Quería escribir acerca de dos personas, un hombre y una mujer, que se escapan a la isla tropical de Hainan, con una identidad falsa y llevándose un dinero proveniente de la evasión de impuestos. Ambos se llevan muy bien, son muy cercanos y siempre muy acordes en sus ideas, muy divertidos. Mucho más divertidos que esta época, mucho más youyuan (eternos). Escribí algunos versos y una vez más apareció la angustia y no pude seguir escribiendo. De repente pensé en Huang He, sabía que él entendía lo que era la eternidad, porque dentro suyo era muy youyuan. Parecía que estaba aplaudiendo. Por eso, me volvió la energía y terminé de escribir el poema. Este poema me olvidé de mostrárselo. Hoy lo muestro aquí, pienso que tal vez le pueda gustar.
Sentado en silencio, sin nada que hacer (枯坐)
A veces cuando estoy sentado sin nada que hacer
pienso: bueno, vámonos yo y yo mismo
igual que una pareja de desconocidos
a vivir a Hainan, a vivir dentro de un ritmo maravilloso-
El hombre es profesor de gimnasia, la mujer es astuta,
sabe comprar y vender acciones; vámonos
al ritmo tintineante que surge cuando los dos salen juntos
a comprar unas cacerolas, sartenes y wok.
En los puestos al costado del camino
la mujer alza por primera vez un coco,
y bebe un dulzor indescriptible; el hombre mira el mar y luego,
señalando una cara conocida envuelta en nubes de lluvia,
dice: Mirá, ¿quién es es? La mujer levanta la cabeza y lo mira con sorpresa.
De repente, ambos se ríen a carcajadas.
La mujer resume:
Vamos todos los días a un lugar diferente
a robar a un signo de exclamación,
y así, como si nada, pasan las crisis.
(1) Alusión a una frase famosa "Montañas Altas y Ríos que fluyen" (高山流水), que suele utilizarse para hablar del grado más alto de la amistad. La frase, que es también el nombre de una de las melodías chinas más antiguas, proviene de la historia de dos amigos: Bo Ya (un músico) y Zhong Ziqi. Cuando Bo Ya tocaba su Qin (un instrumento de cuerda), Zhong Ziqi era capaz de saber exactamente en qué estaba pensando el otro: si su amigo estaba pensando en montañas, Zhong Ziqi decía que la música le hacía acordar a una montaña alta; si el músico estaba pensando en un río, Zhong Ziqi decía que la música le hacía acordar un río. Cuando Zhong Ziqi se murió Bo Ya rompió las cuerdas del instrumento y decidió no volver a tocar nunca más.
Qué lindo, Miguel. Un poco triste y describe con exactitud la sensación de la Alemania nevada y la soledad, yo que estuve hace poco encuentro en este texto esa exactitud. Me encanta el poema!
ResponderEliminarGracias
Gracias, Ceci. Sí, es medio triste. Sobre todo porque 2 años después se murió. Parece que era muy querido Zhang Zao, y que cada vez que conocía a alguien se presentaba diciendo: "Hola, Soy Zhang Zao. Soy poeta."
ResponderEliminarMuy lindo texto! Me generó una sensación de calidez y nostalgia a la vez. Gracias por acercarlo!
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